27 nov 2015
"El osito de Centellas"
28 mar 2015
El susto hace crecer de Alberto Laiseca
Los cuentos infantiles decimonónicos, verdaderas escuelas de la
imaginación, desatan con sus historias espantosas los miedos más oscuros
y la pedagogía más eficaz. Al tiempo que inician a los niños en la
lectura, les enseñan que, aunque los monstruos no existan ni hayan
existido, pueden llegar a existir.
La
narración oral es la forma más antigua del arte. Cuando aún no se había
inventado la escritura, nuestros antepasados, mientras comían reunidos
alrededor del fuego, escuchaban a un inventor de cuentos. Si yo les
dijese a ustedes, personas contemporáneas: “Hoy, mientras venía para
aquí, encontré al sapo más grande del mundo. Creo que medía entre cuatro
y cinco metros de alto. Una bruja me atacó furiosa porque yo estaba
molestando a su sapo. A duras penas pude escapar”. Ustedes sonreirían.
Pero no nuestros antepasados. Se creían todo pues en esa época abundaba
la ignorancia y la credulidad. Eran oyentes ideales. Ya quisiera uno
tenerlos hoy. Se parecían muchísimo a los niños. El mundo era muy duro
en aquella época y esa circunstancia hacía que la gente estuviese más
que dispuesta a creer en toda clase de maravillas adversas. Pero si los
monstruos estaban ahí afuera y te podían comer en un segundo.
Ahí en Camilo Aldao, mi pueblo, yo fui un niño soviético, sometido a la dictadura paterna. Mi única salida era la imaginación. Me escapaba todas las noches para ir a lo de unas viejitas vecinas que contaban historias espantosas. Según ellas no eran invenciones: “Esto es todo verídico”, decían. La luz mala, el Chupador de Sangre, el Cangrejo de Catorce Patas. “Al Dr. Fulano lo enterraron vivo. Se supo porque cuando lo desenterraron para reducción vieron que estaba todo arañado y dado vuelta”. Papá me había prohibido terminantemente estas salidas, porque decía que después yo no podía dormir. Tenía razón. Pero este era el precio que había que pagar. Podemos considerar al susto como el indispensable tratamiento de shock que te ayuda para que empieces a imaginar. En el siglo XIX todas las historias para niños eran espantosas: a los pibes les serruchaban las piernas para que fuesen juiciosos y estudiaran el piano, o los metían en grandes hornos para asarlos como si fueren lechónidos. Pinocho mismo, de Carlo Collodi, es un libro violento. El muñeco mata de un mazazo al grillo parlante (lloré como una Magdalena) y él no se salva de que lo quieran transformar en burro para venderlo. Las ilustraciones de este libro me hacían morir de miedo. La persecución nocturna de Pinocho (todo en blanco y negro), por parte de los dos ladrones (en realidad el Zorro y el Gato, disfrazados con bolsas de arpillera) no tenía para mí nada gracioso: unos bultos enormes y oscuros, de ojos brillantes, que perseguían al muñeco con intenciones de ahorcarle de la rama de una encina.
Yo estoy a favor de estos cuentos decimonónicos pues su objetivo era enseñarles a los niños que los monstruos son una realidad, de modo que pueden defenderse en el futuro cuando sean grandes. ¿No existen acaso los violadores, los asesinos seriales y otra gente encantadora?
Papá también me había prohibido leer a Edgar Allan Poe, de modo que lo frecuenté a escondidas. Los primeros cuentos que conocí de este autor fueron “El caso del señor Valdemar”, “El barril de amontillado” y “El gato negro”. Confieso que no me asustaron, pero en este último la crueldad del personaje para con sus mascotas y particularmente para con el gato me hizo llorar. ¿Cómo podía ser tan cruel al pedo?
Pero mi horror más espantoso era el Monstruo que Vivía Debajo de la Cama. No podía imaginarle forma alguna. No tenía dientes afilados, ni babas ni tentáculos. Era in abstractum. Para colmo la casa de Camilo era de planta baja y primer piso y yo dormía arriba. Para acceder a la parte superior era preciso ascender por una escalera de piedra en hélice, la mayor parte de ella envuelta en las más espesas tinieblas pues mi viejo no había hecho poner allí ni una luz. Cuando me mandaban a dormir yo subía hasta el borde que separaba la luz de las sombras. Allí juntaba coraje para enfrentar el espanto que seguía: subir a la disparada hasta el hall superior y encender la luz. Pero los terrores no habían hecho sino empezar. Luego venía la parte de llegar a mi cuarto, pasar mi manito por detrás del ropero y prender el foco. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que detrás del ropero en sombras acecha el HORRIBLE-BASTATOSO (espan). ¿Ya nos salvamos? No. En absoluto. Ahora hay que prender el velador y retroceder para apagar la luz del hall y la general del cuarto, introduciendo la manito nuevamente detrás del ropero. Ya acostado leía todo lo que podía. Me estaba muriendo de sueño pero no me animaba a apagar la luz del velador, porque bien sabía yo que en esos segundos en que demorase en meter mi bracito adentro de las mantas el Monstruo que Vivía Debajo de la Cama te ¡Aaaarfff! A que te pome. A que te toca. A que te mata pa’ siempre. Toda mi infancia fue así. Tardé décadas en comprender que el Monstruo que Vivía Debajo de la Cama era mi propio padre. Por eso permanecía in abstractum: no me atrevía a darle forma porque eso hubiera equivalido a reconocer que mi enemigo era mi viejo. Plato demasiado fuerte para un niño.
De todas maneras a mi anciano viejecillo tengo que agradecerle por lo menos dos cosas: que me haya iniciado en la lectura es una. Por él conocí mi primera versión de El fantasma de la Ópera de Gastón Leroux, y también el gusto por la música. En casa se escuchaba mucha música clásica. Confieso que al principio no la entendía. Para mí era impenetrable. Se lo dije a papá y éste me contestó: “Y bueno, Alberto, serás un idiota musical”. Cosa curiosa esta frase terrible me hizo bien. Claro está que yo no quería ser idiota en nada. Y una tarde (era casi de noche) en que mi padre estaba escuchando un vigoroso pasaje de Rachmaninoff comprendí. Empecé a seguir la música y me puse tan violento como ella. Empecé a chocar sillas y sillones, a rebotar contra las paredes, etcétera. Estaba eufórico. ¡No era un idiota musical! No necesito decir que mi padre lo tomó como un ataque de locura y me cagó a pedos. Pero el bien ya estaba hecho.
Tal vez a alguien le extrañe que, amando el terror como lo amo, casi no tenga obras por el estilo. Es que yo soy demasiado delirante y escandaloso. Me lleno de buenos propósitos pero después va y me sale otra cosa. El único cuento de espanto que escribí es “Perdón por ser médico”, de mi libro En sueños he llorado. Otro, de la misma obra, es “El cuarto tapiado”. Este último es de terror sólo en parte. Cuentos para niños y de terror tienen lineamientos muy precisos. Cualquier desviación y el miedo (o si no el acercamiento a la infancia) se destruye. Supongamos que yo me propongo ser muy remalísimo (como decía mi hija cuando era chica). Naturalmente voy a escribir El castillo de las secuestraditas. Ya estoy puesto en el papel de ogro poseedor de húmedas ergástulas. Secuestro, en efecto, a esas pobres chicas. Pero termino atándolas desnudas a camitas confortables, donde las acaricio con plumitas en axilas y pezones. Esto no asusta a nadie, ni siquiera a las supuestas víctimas. El terror se ha transformado en una pincelada sadomasoporno. Miren en qué termino siempre. Tengo otra cabeza, eso es evidente. En algún lugar una pena, porque para mí el terror no es solamente pasatismo o entretenimiento. Es escuela de imaginación y, por otra parte, desata los miedos más oscuros que tenemos dentro. Todos esos monstruos, si no existen o han existido pueden llegar a existir. Basta echar un vistazo a la sociedad actual. Y atención: creo que lo peor aún no ocurrió. Y lo digo después de los nazis y del stalinismo. Siempre hay gente encantadora esperando por su parte. Es más fácil que ocurra lo malo que lo bueno, y de esto da cuenta el género de terror. Nos gusta verlo escrito en la esperanza de que no suceda.
Hay un genio entre nosotros que, sin embargo, nunca va a ganar el premio Nobel. Stephen King. Se lo considera un escritor menor. Los escritores profesionales lo miran por arriba del hombro. Hace muchos años (aún no lo conocíamos a King) yo intenté defender a Henry Rider Haggard (Ella, Ayesha, Las minas del rey Salomón). Los “profesionales” me taparon la boca con un “eso no se lee”. Así. Pese a que Oscar Wilde, en uno de sus ensayos, dijo que Haggard era un genio. Algo parecido ocurre ahora con Stephen King. Antes de leer El resplandor yo pensaba que el trillado tema de las casas encantadas estaba agotado. Entonces vino King, con su novela, y me probó que me equivocaba. Ese hotel espectral, lleno de fantasmas, es una maravilla originalísima. Las fuerzas maléficas van penetrando al personaje principal hasta transformarlo en uno de ellos. A King no le gustó la adaptación cinematográfica de Kubrick. No sé bien por qué. Yo amo ambas obras y las considero complementarias.
En La danza de la muerte, del mismo autor, hay una escena memorable. Debido a una peste ha muerto la mayor parte de la humanidad. Un loco, potenciado por el demonio, entra a una base nuclear norteamericana. Está intacta pero vacía, puesto que todos sus soldados han muerto. El demente es un bruto, pero el diablo le da toda la información necesaria para que tenga acceso a los silos duros y robe una bomba de hidrógeno. El chiflado la sube a la superficie con un montacargas. Hace mucho frío y el tipo toca la helada superficie de la bomba. Las radiaciones lo están quemando pero a él le parece tocar hielo. En realidad yo hago una síntesis precaria de algo que King describe minuciosa y genialmente. Ahora bien, yo desafiaría a los “profesionales”, tan despreciativos ellos, a que demuestren ser capaces de escribir una sola página como ésta.
Stephen King ha sido un soplo fresco para la literatura. Qué casualidad: lo hizo con el terror, el género más difícil (juntamente con la literatura para chicos).
Durante tres años yo conté cuentos de terror para el canal I-Sat. Mis cortos iban luego del horario de protección al menor. Hay muchos cuentos que al miedo unen el erotismo. Hubiese podido contarlos, pero me negué terminantemente. Yo sabía que muchos niños me veían después de hora, autorizados por sus padres. He tenido admiradores muy, muy chicos. Si llego a contar algo así como El ataque de las zombis desnudas (no existe: al título lo acabo de inventar) los papis no hubiesen permitido que sus hijos siguieran viendo mi programa. Y yo tenía particular interés en los niños. Ellos son nuestro futuro. Con el avance de la internet cada vez es menor la cantidad de chicos que leen. Yo tenía la esperanza de que, a través de este género tan atractivo para ellos, terminaran interesándose en la lectura. Si les gustó un cuento de Edgar Allan Poe, contado por mí, es probable que terminen por leer un libro con narraciones de Poe.
Hoy los escritores de cuentos para niños tratan de ser “amables”: nada de chicos abandonados en el bosque porque los mayores no tienen para alimentarlos; nada de padres ogros que obligan a sus hijas a calzar zuecos de hierro para “disciplinarlas”; nada de Hombre de la Bolsa que se lleva a los chicos para que sus nenas les coman los ojitos. Nada de nada. Pues esto me parece una tontería y un error. ¡Pero si lo que los niños quieren es asustarse! Lo que los niños quieren, en el fondo, es crecer. Tenían razón los autores del siglo XIX. Convendría repensar todo esto.
—
El autor nació en Rosario en 1941. Es escritor, publicó entre otros libros las novelas Su turno para morir (1976), La hija de Kheops (1989), El jardín de las máquinas parlantes (1993), Los Sorias (1998), Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003) y Manual sadomasoporno (2007); los Poemas chinos (1987); y el ensayo Por favor ¡plágienme! (1991). En 2002 realizó para el canal de cable I-Sat el ciclo Cuentos de Terror, una selección de estos relatos fue publicada en libro y en video en 2004. Periódicamente, se presenta como narrador oral con Los cuentos del Conde Láisek.
Ahí en Camilo Aldao, mi pueblo, yo fui un niño soviético, sometido a la dictadura paterna. Mi única salida era la imaginación. Me escapaba todas las noches para ir a lo de unas viejitas vecinas que contaban historias espantosas. Según ellas no eran invenciones: “Esto es todo verídico”, decían. La luz mala, el Chupador de Sangre, el Cangrejo de Catorce Patas. “Al Dr. Fulano lo enterraron vivo. Se supo porque cuando lo desenterraron para reducción vieron que estaba todo arañado y dado vuelta”. Papá me había prohibido terminantemente estas salidas, porque decía que después yo no podía dormir. Tenía razón. Pero este era el precio que había que pagar. Podemos considerar al susto como el indispensable tratamiento de shock que te ayuda para que empieces a imaginar. En el siglo XIX todas las historias para niños eran espantosas: a los pibes les serruchaban las piernas para que fuesen juiciosos y estudiaran el piano, o los metían en grandes hornos para asarlos como si fueren lechónidos. Pinocho mismo, de Carlo Collodi, es un libro violento. El muñeco mata de un mazazo al grillo parlante (lloré como una Magdalena) y él no se salva de que lo quieran transformar en burro para venderlo. Las ilustraciones de este libro me hacían morir de miedo. La persecución nocturna de Pinocho (todo en blanco y negro), por parte de los dos ladrones (en realidad el Zorro y el Gato, disfrazados con bolsas de arpillera) no tenía para mí nada gracioso: unos bultos enormes y oscuros, de ojos brillantes, que perseguían al muñeco con intenciones de ahorcarle de la rama de una encina.
Yo estoy a favor de estos cuentos decimonónicos pues su objetivo era enseñarles a los niños que los monstruos son una realidad, de modo que pueden defenderse en el futuro cuando sean grandes. ¿No existen acaso los violadores, los asesinos seriales y otra gente encantadora?
Papá también me había prohibido leer a Edgar Allan Poe, de modo que lo frecuenté a escondidas. Los primeros cuentos que conocí de este autor fueron “El caso del señor Valdemar”, “El barril de amontillado” y “El gato negro”. Confieso que no me asustaron, pero en este último la crueldad del personaje para con sus mascotas y particularmente para con el gato me hizo llorar. ¿Cómo podía ser tan cruel al pedo?
Pero mi horror más espantoso era el Monstruo que Vivía Debajo de la Cama. No podía imaginarle forma alguna. No tenía dientes afilados, ni babas ni tentáculos. Era in abstractum. Para colmo la casa de Camilo era de planta baja y primer piso y yo dormía arriba. Para acceder a la parte superior era preciso ascender por una escalera de piedra en hélice, la mayor parte de ella envuelta en las más espesas tinieblas pues mi viejo no había hecho poner allí ni una luz. Cuando me mandaban a dormir yo subía hasta el borde que separaba la luz de las sombras. Allí juntaba coraje para enfrentar el espanto que seguía: subir a la disparada hasta el hall superior y encender la luz. Pero los terrores no habían hecho sino empezar. Luego venía la parte de llegar a mi cuarto, pasar mi manito por detrás del ropero y prender el foco. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que detrás del ropero en sombras acecha el HORRIBLE-BASTATOSO (espan). ¿Ya nos salvamos? No. En absoluto. Ahora hay que prender el velador y retroceder para apagar la luz del hall y la general del cuarto, introduciendo la manito nuevamente detrás del ropero. Ya acostado leía todo lo que podía. Me estaba muriendo de sueño pero no me animaba a apagar la luz del velador, porque bien sabía yo que en esos segundos en que demorase en meter mi bracito adentro de las mantas el Monstruo que Vivía Debajo de la Cama te ¡Aaaarfff! A que te pome. A que te toca. A que te mata pa’ siempre. Toda mi infancia fue así. Tardé décadas en comprender que el Monstruo que Vivía Debajo de la Cama era mi propio padre. Por eso permanecía in abstractum: no me atrevía a darle forma porque eso hubiera equivalido a reconocer que mi enemigo era mi viejo. Plato demasiado fuerte para un niño.
De todas maneras a mi anciano viejecillo tengo que agradecerle por lo menos dos cosas: que me haya iniciado en la lectura es una. Por él conocí mi primera versión de El fantasma de la Ópera de Gastón Leroux, y también el gusto por la música. En casa se escuchaba mucha música clásica. Confieso que al principio no la entendía. Para mí era impenetrable. Se lo dije a papá y éste me contestó: “Y bueno, Alberto, serás un idiota musical”. Cosa curiosa esta frase terrible me hizo bien. Claro está que yo no quería ser idiota en nada. Y una tarde (era casi de noche) en que mi padre estaba escuchando un vigoroso pasaje de Rachmaninoff comprendí. Empecé a seguir la música y me puse tan violento como ella. Empecé a chocar sillas y sillones, a rebotar contra las paredes, etcétera. Estaba eufórico. ¡No era un idiota musical! No necesito decir que mi padre lo tomó como un ataque de locura y me cagó a pedos. Pero el bien ya estaba hecho.
Tal vez a alguien le extrañe que, amando el terror como lo amo, casi no tenga obras por el estilo. Es que yo soy demasiado delirante y escandaloso. Me lleno de buenos propósitos pero después va y me sale otra cosa. El único cuento de espanto que escribí es “Perdón por ser médico”, de mi libro En sueños he llorado. Otro, de la misma obra, es “El cuarto tapiado”. Este último es de terror sólo en parte. Cuentos para niños y de terror tienen lineamientos muy precisos. Cualquier desviación y el miedo (o si no el acercamiento a la infancia) se destruye. Supongamos que yo me propongo ser muy remalísimo (como decía mi hija cuando era chica). Naturalmente voy a escribir El castillo de las secuestraditas. Ya estoy puesto en el papel de ogro poseedor de húmedas ergástulas. Secuestro, en efecto, a esas pobres chicas. Pero termino atándolas desnudas a camitas confortables, donde las acaricio con plumitas en axilas y pezones. Esto no asusta a nadie, ni siquiera a las supuestas víctimas. El terror se ha transformado en una pincelada sadomasoporno. Miren en qué termino siempre. Tengo otra cabeza, eso es evidente. En algún lugar una pena, porque para mí el terror no es solamente pasatismo o entretenimiento. Es escuela de imaginación y, por otra parte, desata los miedos más oscuros que tenemos dentro. Todos esos monstruos, si no existen o han existido pueden llegar a existir. Basta echar un vistazo a la sociedad actual. Y atención: creo que lo peor aún no ocurrió. Y lo digo después de los nazis y del stalinismo. Siempre hay gente encantadora esperando por su parte. Es más fácil que ocurra lo malo que lo bueno, y de esto da cuenta el género de terror. Nos gusta verlo escrito en la esperanza de que no suceda.
Hay un genio entre nosotros que, sin embargo, nunca va a ganar el premio Nobel. Stephen King. Se lo considera un escritor menor. Los escritores profesionales lo miran por arriba del hombro. Hace muchos años (aún no lo conocíamos a King) yo intenté defender a Henry Rider Haggard (Ella, Ayesha, Las minas del rey Salomón). Los “profesionales” me taparon la boca con un “eso no se lee”. Así. Pese a que Oscar Wilde, en uno de sus ensayos, dijo que Haggard era un genio. Algo parecido ocurre ahora con Stephen King. Antes de leer El resplandor yo pensaba que el trillado tema de las casas encantadas estaba agotado. Entonces vino King, con su novela, y me probó que me equivocaba. Ese hotel espectral, lleno de fantasmas, es una maravilla originalísima. Las fuerzas maléficas van penetrando al personaje principal hasta transformarlo en uno de ellos. A King no le gustó la adaptación cinematográfica de Kubrick. No sé bien por qué. Yo amo ambas obras y las considero complementarias.
En La danza de la muerte, del mismo autor, hay una escena memorable. Debido a una peste ha muerto la mayor parte de la humanidad. Un loco, potenciado por el demonio, entra a una base nuclear norteamericana. Está intacta pero vacía, puesto que todos sus soldados han muerto. El demente es un bruto, pero el diablo le da toda la información necesaria para que tenga acceso a los silos duros y robe una bomba de hidrógeno. El chiflado la sube a la superficie con un montacargas. Hace mucho frío y el tipo toca la helada superficie de la bomba. Las radiaciones lo están quemando pero a él le parece tocar hielo. En realidad yo hago una síntesis precaria de algo que King describe minuciosa y genialmente. Ahora bien, yo desafiaría a los “profesionales”, tan despreciativos ellos, a que demuestren ser capaces de escribir una sola página como ésta.
Stephen King ha sido un soplo fresco para la literatura. Qué casualidad: lo hizo con el terror, el género más difícil (juntamente con la literatura para chicos).
Durante tres años yo conté cuentos de terror para el canal I-Sat. Mis cortos iban luego del horario de protección al menor. Hay muchos cuentos que al miedo unen el erotismo. Hubiese podido contarlos, pero me negué terminantemente. Yo sabía que muchos niños me veían después de hora, autorizados por sus padres. He tenido admiradores muy, muy chicos. Si llego a contar algo así como El ataque de las zombis desnudas (no existe: al título lo acabo de inventar) los papis no hubiesen permitido que sus hijos siguieran viendo mi programa. Y yo tenía particular interés en los niños. Ellos son nuestro futuro. Con el avance de la internet cada vez es menor la cantidad de chicos que leen. Yo tenía la esperanza de que, a través de este género tan atractivo para ellos, terminaran interesándose en la lectura. Si les gustó un cuento de Edgar Allan Poe, contado por mí, es probable que terminen por leer un libro con narraciones de Poe.
Hoy los escritores de cuentos para niños tratan de ser “amables”: nada de chicos abandonados en el bosque porque los mayores no tienen para alimentarlos; nada de padres ogros que obligan a sus hijas a calzar zuecos de hierro para “disciplinarlas”; nada de Hombre de la Bolsa que se lleva a los chicos para que sus nenas les coman los ojitos. Nada de nada. Pues esto me parece una tontería y un error. ¡Pero si lo que los niños quieren es asustarse! Lo que los niños quieren, en el fondo, es crecer. Tenían razón los autores del siglo XIX. Convendría repensar todo esto.
—
El autor nació en Rosario en 1941. Es escritor, publicó entre otros libros las novelas Su turno para morir (1976), La hija de Kheops (1989), El jardín de las máquinas parlantes (1993), Los Sorias (1998), Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003) y Manual sadomasoporno (2007); los Poemas chinos (1987); y el ensayo Por favor ¡plágienme! (1991). En 2002 realizó para el canal de cable I-Sat el ciclo Cuentos de Terror, una selección de estos relatos fue publicada en libro y en video en 2004. Periódicamente, se presenta como narrador oral con Los cuentos del Conde Láisek.
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